-Pero qué taxi más pistero -no pude evitar decir apenas subí, inmediatamente después de darle la dirección al conductor. Siempre pienso tarde las cosas, y tarde pensé que el viaje desde la terminal de ómnibus de Retiro (a la que llegaba de noche tras unos días de intenso trabajo en Rosario) hasta el ignoto barrio de Monte Castro donde vivo iba a demorar al menos unos 45 minutos y que darle conversación sin más al tachero casi antes de sentar el culo en el asiento podía ser riesgoso.
Trato de no prejuzgar tontamente, en general, pero sé que siempre intuimos, percibimos, medimos. Y el juicio previo es una acción de ese orden, actualmente con justificada mala prensa porque hegemoniza -así es el lenguaje- su connotación negativa, pero que en su forma positiva no habla sino de datos de la experiencia.
Trato, debía decir quizás, de que mis prejuicios no se conviertan en juicios sin mediación ni causa, por ejemplo, cuando pienso en los tacheros de Buenos Aires. Los tacheros son naturalmente buenos, el tránsito porteño los corrompe, pienso, parafraseando a Rousseau. O que si los taxis vinieran sin radio, quizás no serían -o habría menos- taxista facho. O pienso que la gente es rara, siempre. O que no todos los taxistas son iguales, pienso, esta vez parafraseando a mi abuelita.
Pero trato de no iniciar yo una conversación, además porque los viajes -cuando una no es la que maneja- me sirven para pensar millones de pelotudeces que en otros momentos no puedo.
Lo cierto es que este vehículo lleno de luces y tecnología, me tomó de sorpresa (tenía por ejemplo una pantallita en el dorso del asiento delantero que transmitía repetidamente una extraña programación), y mi exclamación, claro, entusiasmó a su dueño.
-¿Viste? -me dijo, y agregó: -¿Y ya viste todo lo que tiene?
Sospeché, pero como soy suspicaz, no me importó y miré con más cuidado.
-Ah, sí, ahora veo que tenés un GPS ahí abajo, escondidito. Qué bueno, porque por mi barrio se complica un poco. Y la hora digital en el espejito, qué lindo.
-No, no, mirá bien, hay algo que no viste.
Ví de pronto ante mí una especie de hongo blanco, como de plástico, entre los dos asientos delanteros, que no se parecía a nada que yo hubiera visto anteriormente, del tamaño de un huevo de avestruz, por decir algo.
-Eso, -dije señalándolo. -Pero no me atrevo a preguntar qué es.
Ví cómo se alegró. Evidentemente era ése el chiche que quería mostrarme y sobre él la charla que el tachero -Carlos, según la tarjeta que me dejó cuando llegó a destino- prefería tener con sus pasajeros.
-Esto -dijo orgulloso, -es un armonizador.
Lo dejé seguir. Me contó, orgulloso, que eso era un artefacto científico (así dijo, artefacto científico), que lo había inventado su cuñado, físico él, y que servía para armonizar los ambientes. Que funcionaba por absorción de estática (todo hacía suponer que el concepto de estática era equivalente al menos científico de "malas ondas" o "mala vibra") y que él lo había probado en su casa, ocultándolo entre unas plantas a la hora de la cena familiar. Que las cenas en su casa siempre eran problemáticas, porque participaban de ellas su suegra y la hermana, que pasaban la vida peleando y en las cenas particularmente. Que ese día, claramente, habían discutido menos. Que lo había probado con sus hijos, con el mismo resultado.
-Si esto camina, -me dijo Carlos Ortiz, -vas a escuchar hablar de mí.
El monólogo de Carlos se hacía más entusiasta. Decía que el problema principal de la humanidad era la violencia, y que si la misma se erradicaba el mundo sería un mejor lugar para vivir. Por amabilidad y convicción acordé con esta afirmación, lo cual pareció darle todavía más energía para seguir. O era el armonizador.
Lo cierto es que de un minuto a otro -creo que pude haber dicho algo acerca del capitalismo y la mala distribución de las riquezas, pero no podría afirmarlo- estábamos hablando de lo público, más específicamente, de la salud pública y del estado lamentable en que se encuentra, cuando lanza:
-Yo NO estoy de acuerdo con que los hospitales públicos atiendan a los extranjeros.
Ay. Quizás tenía que pasar esto y yo debía haberlo previsto. Pero es así, la previsión no es lo mío.
-¿Cómo? -pregunté, empezando a notar lo inevitable de mi sangre que empezaba a entibiarse.
-No, no tienen que atender a los extranjeros. Una cosa es los argentinos, que pagamos nuestros impuestos, y otra los que vienen de afuera (quiénes si no son los que vienen de afuera más que bolivianos, paraguayos y peruanos).
-Ah. O sea que los dejamos que se caguen muriendo.
No le gustó la afirmación, o la palabra cagar, o yo. Me miró ofuscado y redobló su postura.
-No, yo no digo eso, yo digo que los atendés pero después de atender a los argentinos.
Él se había puesto nervioso. Se había transformado y yo -de nuevo tarde me dí cuenta- no debí agregar, viendo su estado.
-A ver muchachos, los peruanos en esta cola, los bolitas en esta otra y los paraguas acá.
Comenzó a enojarse, a discutir, a alterarse. Hablaba sin parar hasta que me jugué el todo por el todo y casi grité:
-¡¡Eeeeeeeeeeeh!! ¡¡¡el armonizador!!!
Hizo silencio de pronto. Quizás porque realmente se jugaba a que su artefacto científico tenía que funcionar. O quizás porque funcionaba así (yo no sé), comenzó a disculparse de todas las formas posibles.
El breve trayecto que restaba para llegar a casa lo pasamos en silencio, ya que gracias a su precioso GPS, no necesitaba indicarle las calles.
Si alguien quiere conocerlo, me lo hace saber. Carlos Ortiz, como dije, me dejó su tarjeta.
6 comentarios:
Claramente el armonizador era algo importante para él. Yo creo que de verdad puede pegarla ese invento; o sea, en los negocios venden LLAMADORES DE ÁNGELES.
Yo evito hablar con taxistas y rara vez me sacan charla, debo tener un armonizador invisible.
saludos!
Tenía la conciencia poco armónica, pero será difícil meterle dentro un armonizador...
A mí, que quiere quele diga, esos aparatos me dan miedo...La tecnología de punta es así, produce efectos impensbles...por eso, mejor un té de boldo.
Yo también intento evitar la conversación, Horacio, pero no puedo conmigo... Ahora que decís llamadores de ángeles, a mí me regalaron un atrapasueños una vez (hace años que me anda dando vueltas por el cuarto un sueño que tuve con un pato que comía fideos..)
El tipo era más bien un inarmónico, María Jesús, y sí, no creo que el armonizador lo resuelva...
Ah, ¿usted ya los conocía, Laura? siempre estoy atrasada con la tenología, yo...
Si los taxis no fueran tan caros, lo que más me molestaría de ellos sería la imposibilidad de leer en los viajes o colgarse mirando el paisaje. Una vez que uno indica una dirección es incómodo no provocar la charla con el taxista hábida cuenta que el tipo hace horas que viene dando vueltas y escuchando modular una radio u, ocasionalmente, oyendo otro tipo de radio más gangosa aún donde una voz repite constantemente "dale gaaaaaasss". Pero como decía, la carotensión me molesta más. Creo que esta es otra consecuencia del complejo del 1 a 1. Algunos extrañan los viajes a Europa o Punta Cana. Yo, en cambio, los "Nos a los cinco hasta Tupungato por cinco pesos?".
No sé, che... yo puedo sostener sin ningún tipo de culpa un viaje sin abrir la boca. Si no vienen con un armonizador, claro.
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