09 noviembre 2011

Historia de estación

That Song Abouth The Midway by Joni Mitchell on Grooveshark 

Yo la había mirado antes de que se pusiera a llorar, por esas cosas que atraen de la gente, una mirada, un aspecto particular, su entorno, o tres personas que parecían venir a despedirla. Tras todos ellos (me pareció) pero sobre todo tras ella, casi aparecía dibujada la historia interesante, incluso antes de que se pusiera a llorar, no sé si por los ojos o qué. Ella sólo me miró más tarde cuando, sentada en el primer asiento de arriba del ómnibus de dos pisos, despedía a sus acompañantes, un hombre y una mujer de su misma edad y una chica que podía ser su hija, pensé. Quiero decir, lo que cuento no es una historia entre nosotras, aunque me hubiera gustado: sólo aparecí en su campo perceptivo cuando saludé sonriente, despidiéndome también de un amor, como su grupo de tres, despidiéndola a ella, en la estación de Retiro. Recién ahí me miró. No me sonrió a mí, sino al tipo que se quedaba abajo, y seguramente el destinatario de esa tristeza que se llevaba al viaje, me parecía. Lo miraba como si esperara salir de escena para explotar en un llanto y preguntarse por qué: no poder dejar todo allá y quedarse, no poder tener veinte años menos, no haber sabido hacer las cosas de modo de que hoy, ahora, desde arriba, no hubiera que llorar así, y, quién sabe, poder despedirse sonriendo como esta vez nosotros, meu amor y yo, sabiendo de nuestra próxima vez juntos.

La intuición (esto me lo contó él, su compañero de asiento y sentires durante las 15 horas de viaje) y no la convicción, la habían hecho apartarse veintisiete años atrás desde esa misma estación, saliendo hacia Santa Catarina con su flamante marido y del cual, unos meses más tarde, se embarazaría de Tomás. Y que no era él, mi vecino eventual de estación de Retiro ("rodoviaria", quizás diría ella después de tantos años de curtir la cultura brasileña), que despedía a la señora llorando sin importarle hipos, mocos, o ridículo: todavía somos jóvenes, vos querés tener hijos, esto no da para más, podemos probar otras gentes, otras realidades, otras vidas cotidianas, le dijo él, ese señor de barba lloroso a mi lado, veintisiete años antes. No había venido como hoy a despedirla, porque ella no se iba sola, porque no sabía si en todo caso le hubiera permitido irse, porque la amaba profundamente y pensaba que le estaba haciendo un favor. Cuántos errores vitales o cuántos aciertos podríamos reconsiderar si tuviéramos nuevamente la oportunidad, y sin embargo nos condenamos por naturaleza siempre a encrucijadas novedosas, inéditas, inescrutables. Un fragmento en un espacio de tiempo que nunca es igual a sí mismo, que nunca es, igual a sus ojos cruzándose con un amor intenso como quizás no lo fue, diciéndose te amo te amo te amo, como nunca amé a nadie, como nunca te amé a vos mismo, a vos misma hace veintisiete años.
Tomás y después Gabriela, hijos llenando momentos y distrayendo, y amores, idas y vueltas de la vida, trabajos, días. La vida misma para ella, o una serie de fragmentos incongruentes e inocuos para el cosmos.
Como fuera, el encuentro en Baires fue casual.
Se vieron desde lejos y los ojos achinados y sonrientes de él despertaron en ella la sonrisa. Repitieron sus nombres varias veces, primero en tono de pregunta, acercándose, y más tarde exclamándose, reconociéndose, añorándose. No se separaron hasta ahora, cuando quizás -de nuevo- se preguntaban cómo se hace, carajo, cómo se hace.

Todos tenemos nuestras novelas. A mí me gustan las que se cuentan solas.



1 comentario:

Javier dijo...

Faaaaaa! Tremenda historia...