No sé si a toda nuestra generación, pero a nosotros, al flaco y a mí, no nos importaba nada. Vivíamos leves, felices, despreocupados, al día, disfrutando amigos, libertades y expectativas de las próximas horas y no mucho más allá. Improvisábamos, todo el tiempo: trabajos, relaciones, formas de ganarnos la vida, filosofías, vacaciones. Así "organizamos" ese viaje al Sur (y otros tan locos como ése). Juntamos cuatro cosas, pedimos prestadas otras y salimos en un tren hacia el camino, a esperar a ese auto que nos lleve por las....
"Veinte días", dijimos al partir y recién dos meses después, cuando no hubo más remedio, emprendimos la vuelta. Si existe el paraíso, debe ser como El Hoyo, en Epuyén.
Volviendo, de nuevo en la ruta. Poca agua, cansancio, mucha tierra y el peso de una mochila llena de cacharros,esta vez sin latas ni paquetes de arroz, sin un centavo, pensando sólo en una ducha caliente, unas milanesas con papas fritas a caballo (posibles a través de la -siempre salvadora, siempre infalible- venta de las piezas de plomo y bronce que el flaco acumulaba de sus trabajos de plomería y gas) y una cama con colchón. El paraíso de nuevo, vaya inversión de las cosas.
La camioneta nos había dejado en el cruce de un camino donde sólo un cartel nos dio sombra hasta que se fue haciendo el mediodía y el sol nos atosigó de modo implacable. Estábamos en medio de la nada, a la salida de Piedra del Águila, en Neuquén. Horas parados en la ruta, sentados en la ruta, acostados en la ruta. Horas aburridos, sedientos, desesperados, tranquilos, ansiosos, melancólicos, leves, felices.
Segundo tema de contexto:
Cuando el atardecer comenzaba a caer y parecía que nos íbamos a quedar a vivir allí, el Scania -nuevísimo- paró varios metros más adelante. Demoramos unos segundos en confirmar que paraba por nosotros, que nos invitaba a subir, y corrimos: corrimos como pudimos, desbaratados, contentos, aliviados, hasta llegar a la puerta abierta de ese monstruo inmenso, imponente, con un hombre adentro que nos miraba con tono severo.
El Polaco -así se nos presentó- era un tipo de unos cuarenta años, alto, parco, con unos ojos de un claro impresionante, quizás más en contraste por su piel curtida en días, semanas de ruta. Nos presentamos brevemente, casi no nos miró y arrancó.
No era raro que los camioneros nos dijeran -y por eso no nos sorprendimos al escucharlo- "voy hasta acá nomás", hasta el pueblo más cercano, para tener la posibilidad de medir, evaluar si podríamos ser buenos compañeros de ruta los restantes 1200 km a no más de 80 km por hora, y en ocasiones a mucho menos. Ya habíamos andado la ruta bastante, ya sabíamos de algunos códigos que como todos en la vida tiene sus instrumentos, sus preconceptos, sus sobreentendidos, sus normas no escritas.
Y agregó: -por lo menos allá pueden parar y tomar algo, ya es un pueblo.
Mucho no hubiéramos podido hacer nosotros, que estábamos como se dice "a la buena de Dios", viendo cómo llegábamos, así sea arrastrándonos, hasta el depto de Once que alquilaba Fernando. Si el Polaco iba a Baires, tenía que llevarnos. Pero cómo laburarlo, si parecía inexpugnable.
Durante eternos 15 minutos, después de la presentación, ninguno de los tres emitió sonido alguno.
Él sólo fijaba sus ojos en la ruta, achinándolos, parecían destilar brillo propio. No nos miraba, no nos hablaba, sólo conducía concentrado. Quizás tenía conciencia de su poder y lo disfrutaba, quizás no le importábamos mucho, o quizás, podía ser, nos estuviera midiendo en silencio.
Destruyó sin compasión nuestros dos intentos (los del flaco, en realidad, yo sólo persistía en mi mudez) de conversar sobre el clima y el estado de las rutas, asintiendo levemente y sin dar pie para seguir, y comenzamos a sentirnos levemente decepcionados, desesperanzados, cuando vimos, yo creo que los tres al mismo tiempo, al costado de la ruta, una cuadrilla de policía controlando el tránsito.
-La yuta, -dijo casi por reflejo el flaco, y la cara del Polaco pareció contraerse. A ninguno nos gusta la policía, eso es parte del folclore. Pero el Polaco se puso exageradamente tenso, comenzó a sudar, y fue tan notoria su incomodidad que me asusté. Recuerdo haber pensado algo así como: "cagamos, ahora resulta que éste viene trayendo merca o contrabando y quedamos pegados como dos boludos". Estaba segura de que el flaco, que lo miraba consternado, pensaba lo mismo.
Tan violenta fue la situación que hizo casi inevitable la pregunta de mi compañero: -Polaco, ¿está todo bien? -mientras el camión se acercaba cada vez más hasta que estuvimos seguros de que no iban a pararnos, se mantuvo serio, casi pálido.
-Sí, sí, está todo bien, -dijo, mientras los dejábamos atrás, y suspiró aliviado. -Pensé que el cobani nos iba a parar.
El silencio a continuación pareció todavía más largo y yo demoré en entender por qué. No terminaba de saber qué le pasaba al flaco, ni había escuchado nunca -aunque podía deducir su significado- la palabra cobani.
Aguantó dos, tres minutos, pero yo conocía a Fernando, no se iba a quedar callado.
-¿Cobani? -preguntó. Y la pregunta sonó rara, porque ya hacía unos minutos que habían resonado las palabras del Polaco. Siguió otro silencio, y el Polaco por primera vez desvió su mirada de la ruta, giró su cabeza hacia el flaco y escuchó serio, como si supiera lo que venía, su siguiente frase:
-Eso es léxico tumbero, che.
El último gesto que pensé presenciar fue la sonrisa canchera pero cómplice del Polaco, como si recién se percatara de nuestra presencia, o al menos, como si recién pudiera pensar en disfrutarla.
-¿Y vos cómo sabés?, retrucó, acentuando el "vos" y achinando todavía más los ojos.
Yo hablo como testigo y cuento esto muchos años después. Quizás algunos detalles se me borren de la mente, quizás recomponga hoy algunos gestos del Polaco a mi gusto, quizás complete con exclamaciones de Fernando que probablemente no haya hecho, pero esas sutilezas no alterarán los hechos.
Sé que fue poco tiempo. Un minuto, dos. O unos segundos, o la diferencia entre el día y la noche. La eterna variación de los tiempos, la eterna variación de sus instrumentos de medición. Ese espacio antes del convencimiento de que el otro podía ser un depositario natural de nuestra confianza, aunque haya sido segundos antes (y lo será probablemente después de todo esto) un perfecto desconocido.
-Estuve chupado, -dijo. Y agregó, unos segundos después:
-Los milicos.
Y se quedó mirándolo. Los dos nos quedamos mirándolo. El Polaco parpadeó, abrió apenas los ojos, serio, y dijo a su vez:
-Yo estuve sopre. Maté a un botón.
El viaje de días de regreso a Buenos Aires lo recuerdo como uno de los más extraordinarios que hice en mi vida, con un Polaco cambiado, entusiasmado, serio y generoso, contándonos los pormenores de una historia policial increíble invitándonos a comer a nosotros, famélicos como estábamos, en los mejores paradores de la ruta, y tomándonos todo el tiempo del mundo para volver. Dormimos en hoteles, en la ruta, en la carpa, programamos otros viajes, achacos, negocios de transporte. Fuimos amigos entrañables durante un tiempo mínimo.
Será para contar en otro momento esa increíble histora que nos contó, la de cómo mató sin querer a un policía que resultó ser el marido de una mujer con la que él, ignorante, salía. De cómo el tipo se le acercó furioso en la calle, después de seguirlos, cegado de celos y con su arma reglamentaria en la mano gritándole: -Te voy a matar, hijo de puta, -y de cómo el Polaco, un tipo tranquilo, hasta ese momento chofer de larga distancia de ómnibus, asustadísimo, adelantándose inevitablemente a su furia y golpeándolo con un gancho desde abajo, lo hizo caer y golpear la cabeza, fatalmente, contra el cordón de la vereda.
Será para contar, también, la de los años de su juventud pasados en la cárcel, homicidio culposo pero homicidio al fin e imperdonable homicidio por ser un servidor de la seguridad pública por más que haya sido un loco machista hijo de puta y golpeador. También lo aprendido y conocido durante todos esos años, sus nuevos proyectos, tan distintos a aquellos que pensara antes de que todo se diera vuelta en su vida. Su historia increíble de cómo fue el perfecto chofer del achaco a un banco, persuadido por sus nuevos amigos de la cárcel, y de cómo con el botín, bastante tiempo después, se compró el camión con el que, lo más libre posible, llevaba y traía distintas mercaderías a lo largo y ancho del país. Alguien diestro con la pluma podría escribir una novela, de haber conocido al Polaco y a su historia.
Será quizás para nunca contar la historia de cómo me confesó su amor unos días más tarde, antes de volver a la ruta, avergonzado y valiente, hermoso, diciéndome cómo desde la primera vez que me vio (a mí, que en todo ese viaje sólo había sido una simple espectadora), le había movido el piso, el cuerpo y el alma y de cómo me dijo, triste, que ese era el motivo por el que nunca más nos íbamos a ver.
Por el que nunca más nos vimos.
No era raro que los camioneros nos dijeran -y por eso no nos sorprendimos al escucharlo- "voy hasta acá nomás", hasta el pueblo más cercano, para tener la posibilidad de medir, evaluar si podríamos ser buenos compañeros de ruta los restantes 1200 km a no más de 80 km por hora, y en ocasiones a mucho menos. Ya habíamos andado la ruta bastante, ya sabíamos de algunos códigos que como todos en la vida tiene sus instrumentos, sus preconceptos, sus sobreentendidos, sus normas no escritas.
Y agregó: -por lo menos allá pueden parar y tomar algo, ya es un pueblo.
Mucho no hubiéramos podido hacer nosotros, que estábamos como se dice "a la buena de Dios", viendo cómo llegábamos, así sea arrastrándonos, hasta el depto de Once que alquilaba Fernando. Si el Polaco iba a Baires, tenía que llevarnos. Pero cómo laburarlo, si parecía inexpugnable.
Durante eternos 15 minutos, después de la presentación, ninguno de los tres emitió sonido alguno.
Él sólo fijaba sus ojos en la ruta, achinándolos, parecían destilar brillo propio. No nos miraba, no nos hablaba, sólo conducía concentrado. Quizás tenía conciencia de su poder y lo disfrutaba, quizás no le importábamos mucho, o quizás, podía ser, nos estuviera midiendo en silencio.
Destruyó sin compasión nuestros dos intentos (los del flaco, en realidad, yo sólo persistía en mi mudez) de conversar sobre el clima y el estado de las rutas, asintiendo levemente y sin dar pie para seguir, y comenzamos a sentirnos levemente decepcionados, desesperanzados, cuando vimos, yo creo que los tres al mismo tiempo, al costado de la ruta, una cuadrilla de policía controlando el tránsito.
-La yuta, -dijo casi por reflejo el flaco, y la cara del Polaco pareció contraerse. A ninguno nos gusta la policía, eso es parte del folclore. Pero el Polaco se puso exageradamente tenso, comenzó a sudar, y fue tan notoria su incomodidad que me asusté. Recuerdo haber pensado algo así como: "cagamos, ahora resulta que éste viene trayendo merca o contrabando y quedamos pegados como dos boludos". Estaba segura de que el flaco, que lo miraba consternado, pensaba lo mismo.
Tan violenta fue la situación que hizo casi inevitable la pregunta de mi compañero: -Polaco, ¿está todo bien? -mientras el camión se acercaba cada vez más hasta que estuvimos seguros de que no iban a pararnos, se mantuvo serio, casi pálido.
-Sí, sí, está todo bien, -dijo, mientras los dejábamos atrás, y suspiró aliviado. -Pensé que el cobani nos iba a parar.
El silencio a continuación pareció todavía más largo y yo demoré en entender por qué. No terminaba de saber qué le pasaba al flaco, ni había escuchado nunca -aunque podía deducir su significado- la palabra cobani.
Aguantó dos, tres minutos, pero yo conocía a Fernando, no se iba a quedar callado.
-¿Cobani? -preguntó. Y la pregunta sonó rara, porque ya hacía unos minutos que habían resonado las palabras del Polaco. Siguió otro silencio, y el Polaco por primera vez desvió su mirada de la ruta, giró su cabeza hacia el flaco y escuchó serio, como si supiera lo que venía, su siguiente frase:
-Eso es léxico tumbero, che.
El último gesto que pensé presenciar fue la sonrisa canchera pero cómplice del Polaco, como si recién se percatara de nuestra presencia, o al menos, como si recién pudiera pensar en disfrutarla.
-¿Y vos cómo sabés?, retrucó, acentuando el "vos" y achinando todavía más los ojos.
Yo hablo como testigo y cuento esto muchos años después. Quizás algunos detalles se me borren de la mente, quizás recomponga hoy algunos gestos del Polaco a mi gusto, quizás complete con exclamaciones de Fernando que probablemente no haya hecho, pero esas sutilezas no alterarán los hechos.
Sé que fue poco tiempo. Un minuto, dos. O unos segundos, o la diferencia entre el día y la noche. La eterna variación de los tiempos, la eterna variación de sus instrumentos de medición. Ese espacio antes del convencimiento de que el otro podía ser un depositario natural de nuestra confianza, aunque haya sido segundos antes (y lo será probablemente después de todo esto) un perfecto desconocido.
-Estuve chupado, -dijo. Y agregó, unos segundos después:
-Los milicos.
Y se quedó mirándolo. Los dos nos quedamos mirándolo. El Polaco parpadeó, abrió apenas los ojos, serio, y dijo a su vez:
-Yo estuve sopre. Maté a un botón.
El viaje de días de regreso a Buenos Aires lo recuerdo como uno de los más extraordinarios que hice en mi vida, con un Polaco cambiado, entusiasmado, serio y generoso, contándonos los pormenores de una historia policial increíble invitándonos a comer a nosotros, famélicos como estábamos, en los mejores paradores de la ruta, y tomándonos todo el tiempo del mundo para volver. Dormimos en hoteles, en la ruta, en la carpa, programamos otros viajes, achacos, negocios de transporte. Fuimos amigos entrañables durante un tiempo mínimo.
Será para contar en otro momento esa increíble histora que nos contó, la de cómo mató sin querer a un policía que resultó ser el marido de una mujer con la que él, ignorante, salía. De cómo el tipo se le acercó furioso en la calle, después de seguirlos, cegado de celos y con su arma reglamentaria en la mano gritándole: -Te voy a matar, hijo de puta, -y de cómo el Polaco, un tipo tranquilo, hasta ese momento chofer de larga distancia de ómnibus, asustadísimo, adelantándose inevitablemente a su furia y golpeándolo con un gancho desde abajo, lo hizo caer y golpear la cabeza, fatalmente, contra el cordón de la vereda.
Será para contar, también, la de los años de su juventud pasados en la cárcel, homicidio culposo pero homicidio al fin e imperdonable homicidio por ser un servidor de la seguridad pública por más que haya sido un loco machista hijo de puta y golpeador. También lo aprendido y conocido durante todos esos años, sus nuevos proyectos, tan distintos a aquellos que pensara antes de que todo se diera vuelta en su vida. Su historia increíble de cómo fue el perfecto chofer del achaco a un banco, persuadido por sus nuevos amigos de la cárcel, y de cómo con el botín, bastante tiempo después, se compró el camión con el que, lo más libre posible, llevaba y traía distintas mercaderías a lo largo y ancho del país. Alguien diestro con la pluma podría escribir una novela, de haber conocido al Polaco y a su historia.
Será quizás para nunca contar la historia de cómo me confesó su amor unos días más tarde, antes de volver a la ruta, avergonzado y valiente, hermoso, diciéndome cómo desde la primera vez que me vio (a mí, que en todo ese viaje sólo había sido una simple espectadora), le había movido el piso, el cuerpo y el alma y de cómo me dijo, triste, que ese era el motivo por el que nunca más nos íbamos a ver.
Por el que nunca más nos vimos.
3 comentarios:
Qué hermosa historia. El Polaco es, sin dudas, un personaje sobre el cual escribir una novela y a quien me gustaría conocer.
saludos!
A mí me hubiera gustado conocerlo más, la verdad. Claro que las circunstancias lo hacían demasiado difícil!
Siempre me ha interesado la literatura y cuando tengo la oportunidad trato de buscar en internet la chance de leer distinto tipo de historias. Incluso en mi smart tv busco poder ver programas que recomiendan distintos autores
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