Pero, decía, pongamos que dejo el día anterior de lado.
Lo del día siguiente demuestra que no tengo remedio.
A punto de salir de casa para viajar a Rosario por laburo, después de pensar minuciosamente cada uno de los detalles, después de cerciorarme -porque me conozco- que todo está bajo control, separo del gran manojo de llaves las de mi casa de las de mi trabajo (para no llevar 1 kilo de peso en llaves a pasear por el país y a veces hasta por el mundo, como suelo hacer). Al atravesar la puerta, en el exacto momento que escuho el ruido al golpearse (iba a poner una onomatopeya pero esta puerta suena bien raro) me ataca el susto que en segundos se convierte en certeza: las de casa quedaron adentro. Primer problemilla (pongamos que menor, me suele pasar que me olvido): la puerta quedaría sin asegurar. El segundo, algo más complicado, era que para mi salida definitiva tenía aún que atravesar el obstáculo de la reja de dos metros de alto que asegura el predio en el cual vivo, cuya llave, claro, se sabe. Aunque no midiera el metro cincuentra y poco que mido, no hubiera sido fácil saltarla. Eran las 6 de la mañana y no me animé a tocar ningún timbre. Ya me tiene bastante por rara esta gente como para darles más pasto. Pero como todavía creo que me quedan un par de neuronas, calculo que trepándome sobre el artefacto que oficia de portero eléctrico podría hacer el intento, y que con suerte sólo quedaría herida mi dignidad por el ridículo que haría si alguien me viera saltando. No quería arrojar el bolso del otro lado por miedo a no poder saltar y quedarme como una idiota viendo cómo -a centímetros de mí pero sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo- cualquier gil lo levanta y se lo lleva. Entonces lo apoyé sobre el portero, mi cartera sobre mi bolso, y en una de cowboys y rapitido por miedo a que alguien me viera, subí rápidamente y -no podía ser de otro modo- cuando estaba por el medio de la reja, escuché el rasguido inconfundible de la tela rota. Ningún remedio más que bajarme despacio, salir caminando como si nada hubiera acontecido mientras tanteaba el tamaño del tajo y ponía cara de superada con un pantalón rasgado abajo del cachete izquierdo del culo. Qué bajón.
Recogí mi bolso y fui caminando hacia la avenida con cara de enojada, intentando recobrar, si la tuve, algo parecido a la dignidad.
Dado que el día anterior había sido imposible reservar un auto que me llevara a la terminal de ómnibus de Retiro ("no señora, a esa hora es imposible" y entonces para qué carajo están) pensé que quizás, quién te dice, algún taxi podría pasar por el culo de esta puta ciudad en donde vivo, a esa hora pico.
Obviamente, en 10 minutos no pude encontrar ni un solo taxi libre.
El colectivo que pasa por esa avenida (esto lo preví, en serio) me deja en la terminal, y como había salido con tiempo no dudé en tomármelo. A esa altura viene vacío y me senté cómoda, el bolso bajo mi asiento y un libro para hacer más amena la hora y pico de trayecto hasta la terminal. Sobre la media hora de viaje, me asaltó el nuevo susto, tremendo -furiosa taquicardia- que sólo puede ser conocido para gente como yo: dispersa, desorganizada, despelotada. "¿tengo todo?" (sí, a ESA altura).
Busco desesperadamente en mi cartera como si supiera, como si tuviera la certeza implacable de que me olvidaba nada menos que algo tan importante como el pasaje. Y no podía ser de otra manera.
Con el bondi a esa altura llenísimo de gente tomé mi bolso y mi cartera y sin guardar el libro y con la cartera abierta, empujé a niños, viejas y jóvenes que estorbaban mi salida desesperada y me tiré prácticamente del colectivo.
Busqué, esta vez entre decenas de taxis libres, el primero que encontré (estaba en una zona donde podía haber elegido, por ejemplo, uno más nuevo. O con un chofer más joven que seguramente sería más audaz ante mi pedido de volver rápidamente a casa -no, a casa no, si no tenía llave, a la casa de mi ex, que tiene una llave que le dí sabiendo que siempre, SIEMPRE, puedo necesitarla- pero no. Subí a ese Renault 19 del año 90 con un señor que debía tener más o menos la misma edad que mi abuelo -si viviera- y al que seguramente subir de los 45 km por hora le daba un vértigo horrible), y le indiqué el camino.
Llamé por el celular a Fernando (aaah, qué invento los celulares para gente como yo, cuando puedo usarlo entre que me los roban o los pierdo) para que me prepare la llave, ya con poco tiempo. Me atendió Rochi que entendió perfectamente las instrucciones (y conoce -vaya si conoce- a su madre). Cuando llegué, después de ese viaje imposible por lo lento, me estaba esperando paradita en la puerta con las llaves en la mano con la siguiente frase.
-Ma, me acabo de hacer señorita.
Noooooooo, y yo así. A los pedos, corriendo, sin saber qué hacer ni qué decirle, abrazándola, felicitándola, y ella con terrible cara de culo, rechazándome, mirándome con cara de "esta mina es irrecuperable". De pronto me acordé de que ese día la enana tenía el torneo intercolegial. -¡¡¡Toallitas!!!! Tenemos que comprar toallitas, grité.
-Mamá, yo me arreglo, después compro.
-¿¿¿Cómo después??? No, amor, necesitás ahora!!!
Y mientras el tiempo pasaba raudamente y el taxista observaba todo mientras esperaba a mi lado, yo miraba desesperadamente hacia los cuatro costados como esperando que apareciera el vendedor ambulante de toallitas femeninas. No lo encontré.
-Decile a papi que te compre, enana.
Y ella:
-No, mamá, yo me arreglo.
No tenía alternativas y no podía hacer nada en ese momento. La besé fuerte y la abracé a pesar de su ella misma y subí nuevamente al taxi, mientras intentaba componerme.
El taxi llegó a mi casa, donde encontré prolijamente apoyado sobre una mesa que no contenía otra cosa, el pasaje. Me puteé a mí misma, lo tomé raudamente, volví a subir al taxi y ya sentada me dí cuenta de que no había puesto llave a la puerta. Pensé que si la primera vez me iba a ir sin cerrarla, no era tan grave ESE olvido. Volví a tomar el celular y a hablar con la enana, quien insistía en resistirse a pedirle a su padre que le compre las consabidas toallitas. Le pedí hablar con él y tras oponerse un poco, tuve segundos más tarde la siguiente delirante conversación:
-Fer, a la enana la vino.
-¿Le vino qué? ¿Quién le vino?
-La primera menstruación, le vino.
-"Ah...." segundos después. "¿No le había venido ya?"
A punto de asesinarlo por teléfono casi grito: NO; NO LE HABÍA VENIDO, ¿podés comprarle toallitas?
-¿Toallitas?? ¿Qué toallitas?
Cualquiera pensaría que es más fácil llevarse con un ex que con un marido. Es evidente que no es mi caso. Cómo me cuesta mantener mi ex relación matrimonial (se podrá tener un "ex-ex-marido"? sin matarlo, claro, ni muchísimo menos volviéndose a casar).
El taxista escuchaba y manejaba, yo trataba de entender de dónde había sacado la enana ese concepto de "hacerse señorita"... otra vez el eterno fantasma de la mala madre, de golpe interrumpido por una llamada, a la que siguieron otras dos, preguntándome dónde estaba porque el ómnibus estaba a punto de salir.
En ese momento -por qué a mí- se reveló el enano psicólogo porteño del taxista, quien mirando por el espejo y poniendo cara de nada, no tuvo la mejor idea que sentenciar esta frase implacable, sólo posible en este país tan pero tan psicoanalítico el taxista puede decirte, sin que se le mueva un pelo, y esperando que le agradezcas por la sesión gratuita:
"Señora, discúlpeme que le diga, pero todo esto que le pasó es absoluta responsabilidad suya". Qué hijo de puta. El viejo sabía, la tenía tan clara que yo no podía putearlo y bajarme, nunca llegaría a Retiro... y seguía manejando impertérrito (qué bueno, me encajó justito "impertérrito", me encanta esa palabra) mientras se jactaba de su astucia. No volví a abrir la boca, no hablamos más hasta Retiro.
Llegué justo a tiempo. El taxi me salió más caro, claro, que el pasaje a Rosario.
No voy a contar ahora que la vuelta fue todavía más delirante. Sé que viene al caso. Pero ya me da vergüenza.
3 comentarios:
Increíble relato. Por eso hay que salir con tiempo de sobra. Me intrigó el papel del taxista: qué raro que se haya metido aún sabiendo que, en una situación así, el pasajero iba a mandarlo a la concha de la lora casi seguro. O capaz que fue precisamente eso, que la situación condicionaba al pasajero; porque el tiempo seguía pasando y el único con la posibilidad de manejarlo -volante y acelerador de por medio- era el propio tachero.
¿Le regalaron flores a la nena? me acuerdo de cuando "le vino" a mi prima, que le regalaron un ramo. No sé si es tan común. Igual ese detalle a mí me parece bastante feo, ninguna chica suele vivirlo de otra forma que no sea con cierto pudor como para que encima le hagan regalos. Ninguna lo comentaría -posteo en fotolog mediante-, por ejemplo.
Sigo pensando en este post...yo me hubiera puesto loquísimo y no me hubiera ido un carajo a Retiro, me volvía mi casa y me iba al día siguiente. Demasiado para mí.
saludos
Lo del pasaje me pasa siempre, sólo que cuando llego de vuelta me doy cuenta de que estaba en el lugar más recóndito de mi bolsillo!
Divino. las chicas son así y no hay nada que uno pueda hacer.
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