Suerte que ya odiaba las simetrías cuando me di cuenta de que las cosas en la vida no son parejas. Que no es que te saca por un lado y te da por otro, o que todo vuelve (nada vuelve, todo siempre va para cualquier lado) o que desafortunado en el juego o al mal tiempo.
Así no busco causalidades donde sólo hay azares, no desperdicio instantes en pensar cuánto dí o cuán egoísta fui para merecer algo que ahora ostento o sufro, aunque parte de lo que tenga o carezca, lo merezco.
Menos mal que aborrecía las definiciones y pude estar tranquilamente desprevenida contra fundamentalismos, determinismos, basismos, sexismos, ortodoxias, convencionalismos y no desperdiciar tiempos vanos. Peleas inútiles, broncas evitables, desamores profundos. La oscilación entre el compromiso y el desentendimiento, la elección cruda y con sacrificios. Lo mío habrá de ser el gris, lo ambiguo. Y quizás deba sentirlo (disculparme, digo). El disfrute, extrañamente, se me hace en gama de grises.
Qué bueno que el mandato es mínimo y un poco edonista, hasta donde se pueda porque está la enana y las putas cosas de la vida y cierto deber ser, escaso él pero prepotente y tirano, aunque no tanto como para no suprimirlo un poquito, ni dejar de ser conciente de los límites que por imperio social y cultural preexisten. Pero qué más da.
Imposible pensar que lo inmediato es lo único existente porque en el diccionario está la palabra trascendente, y otras tantas palabras parecidas que no estarían si no quisieran aludir a algo existente. Antes y después que nosotros y nuestras circunstancias está la palabra trascendente en el diccionario y en otros lugares del mundo y de las vidas. Y está la palabra inmediato, también, que a veces puede ser leve y a veces no, que tiene peor prensa pero está acá y es la certeza.
Nuestros años nos transcurren entre asimetrías, indefiniciones, grises e inmediateces. Habrá que acostumbrarse, que lo parió.